miércoles, 27 de enero de 2021

Vivir sin preocupaciones

En el marco del año dedicado a San José, hoy podemos comenzar a reflexionar sobre una devoción muy arraigada en el pueblo cristiano: Los Siete Domingos de San José, que comienzan este próximo domingo.

Anton Raphael Mengs (1728-1779), El Sueño de José

Trataremos de seguir lo que la tradición católica nos enseña en cada uno de estos siete domingos, relacionándolo con los textos de la Misa Dominical.

En ellos se meditan los siete dolores y gozos del Santo Patriarca, según el orden en el que fueron sucediéndose. 

En el primer domingo (31 de enero de 2021) nos detendremos en el texto de Mt 1, 18-25: 

«Estando desposada su madre María con José, antes de vivir juntos, se halló que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo».

Ya se habían realizado la ceremonia de los desposorios, pero José y María aún no vivían juntos. Y, sin embargo, María estaba esperando un hijo. Ella guardaba silencio: así lo requería el misterio de la Encarnación. José queda perplejo. No duda de la castidad de María, pero no sabe cómo explicar el hecho sorprendente de su embarazo. Decide apartarse de Ella. No por desconfianza, sino por sentirse poco digno de vivir con su Esposa. El ángel le revela el misterio y José, con gran gozo, recibe a la Llena de gracia. 

A veces, se representa a José —en esta difícil situación— como preocupado, apesadumbrado, triste… Por el contrario, podemos asegurar que no fue así, porque era un hombre justo y vivía en una actitud de completo abandono a los planes de Dios.  

El ejemplo que nos da José, en este Primer Domingo, es el de la serenidad ante lo humanamente inexplicable. 

San Pablo, en la Segunda Lectura de la Misa (4º domingo del tiempo ordinario) confirma que éste es el modo de actuar del cristiano que tiene fe.

«Hermanos: Yo quisiera que ustedes vivieran sin preocupaciones. El hombre soltero se preocupa de las cosas del Señor y de cómo agradarle; en cambio, el hombre casado se preocupa de las cosas de esta vida y de cómo agradarle a su esposa, y por eso tiene dividido el corazón. En la misma forma, la mujer que ya no tiene marido y la soltera se preocupan de las cosas del Señor y se pueden dedicar a él en cuerpo y alma. Por el contrario, la mujer casada se preocupa de las cosas de esta vida y de cómo agradarle a su esposo.  Les digo todo esto para bien de ustedes. Se lo digo, no para ponerles una trampa, sino para que puedan vivir constantemente y sin distracciones en presencia del Señor, tal como conviene» (1 Cor 7, 32-35).

El Apóstol de las gentes, lo que quiere subrayar en este texto es la importancia de vivir «sin distracciones» y «en presencia del Señor» constantemente. Así vivían los primeros cristianos. Habían dejado el paganismo para creer firmemente en que este mundo pasa; que no tenemos en el nuestra morada permanente. Su corazón estaba puesto totalmente en Cristo Resucitado. La fe que profesaban les hacía fuertes y serenos ante las tribulaciones del mundo. En cambio, ahora, los cristianos hemos vuelto al paganismo y damos excesiva importancia a lo mundano. 

Como solía decir san Josemaría Escrivá, hay que tratar de no preocuparnos por las cosas, sino ocuparnos en ellas. De nada sirve la pre-ocupación. Eso nos distrae y proviene de no estar en presencia de Dios, sino dando vueltas a cuestiones humanas que nos quitan la paz.

Es todo un arte el «vivir sin preocupaciones», «sin distracciones», atentos sólo a lo que agrada al Señor, abandonados en sus manos, «ocupándonos» de sus cosas, y de las nuestras también pero con la mirada puesta en Dios. 

La oración no es más que eso: un diálogo de amor, personal, entre Dios y nosotros, en el que tratamos de nuestras cosas (familia, trabajo, enfermedades, alegrías, tristezas,…) y de las suyas (Él mismo en la Trinidad de Personas, María, la Iglesia,…). Todo, en un diálogo contemplativo que, sin quitar de nuestra vida la Cruz, nos conduce a la verdadera alegría y paz del corazón. 

Así vivía San José: sin perder el hilo contemplativo. Sus dolores y gozos van entremezclados, pero —unido estrechamente a su Esposa— lo que predomina es la esperanza, el gozo y la paz. 


miércoles, 20 de enero de 2021

"Que todos sean uno"

      Durante esta semana, toda la Iglesia está en oración, pidiendo al Señor, como Él mismo lo hizo en el Cenáculo dirigiéndose a su Padre: “ut omnes unum sint, sicut tu Pater in me et ego in Te. Ut sin unum sicut et nos unum sumus” (Jn 17, 21). “Que todos sean uno, como Tú Padre en Mí y Yo en Tí. Que sean uno como nosotros somos uno”.

El sueño del Niño. Barroco Cuzqueño. Siglo XVIII
       Uno de los trascendentales del Ser, estudiábamos en filosofía, es la Unidad. Dios es Uno y, al mismo tiempo, es Trino. Esto ya nos dice mucho. La Unidad de Dios no es “uniformidad”, sino Unidad en la diversidad. Toda la Creación, tan variada y multiforme es, al mismo tiempo, una. Goza de una unidad admirable, que manifiesta la Verdad, la Bondad y la Belleza de Dios. 

     El Nuevo Mandamiento que Jesús enseña a sus discípulos, el Mandamiento del Amor, está relacionado íntimamente con la Unidad. Sin unidad no hay verdadero amor. La Iglesia, nos recuerda el Concilio Vaticano II, es “communio”; es el misterio de comunión de los hombres con Dios y entre sí, por Cristo en el Espíritu Santo. La comunión es amor. Y, como decía san Agustín, la humildad es la morada de la Caridad. Por tanto, la verdadera unidad y el amor, no se consiguen más que con la humildad.

     Durante los treinta años de vida oculta, Jesús vive en el hogar de Nazaret en concordia y unidad con sus padres, mientras crecía en edad, sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres. El Señor estaba sujeto a María y José. Había una perfecta unidad entre los tres: la trinidad de la tierra, como le gustaba llamarles a san Josemaría Escrivá, fue la primera Iglesia doméstica.

     Cuando comenzó su vida pública, Jesús traslada el ambiente del hogar de Nazaret a la comunidad de sus discípulos, que aprenden, poco a poco, ese estilo de vida sencillo, humilde, lleno de amor y unidad. El Señor escoge a cada uno de ellos (ver Evangelio de la Misa del Tercer Domingo del Tiempo ordinario: Mc 1, 14-20), en sus circunstancias particulares: en la mesa de las alcábalas, a Mateo; entre las barcas y las redes, a Pedro, Andrés, Santiago y Juan, etc. Los apóstoles son muy distintos entre sí. Y, sin embargo, aprenden a estar unidos. Lo vemos en la primitiva comunidad de cristianos en Jerusalén donde todos, por la fuerza del Espíritu Santo (“unientem Ecclesiam”), estaban unidos en la oración, la fracción del pan y las enseñanzas de los apóstoles (cfr. Hch 2, 42-47). Todo lo tenían en común. 

     Desde el principio, Cristo predica el Reino, la fe y la conversión. Busca, con su gracia, cambiar los corazones endurecidos de los hombres para que aprendan a convivir, a comprenderse, a no criticar, a estar unidos por el amor. Esa es la misión que confía a sus discípulos: para eso los llama. 

     Ahora, dos mil años después, también a nosotros nos llama a ser constructores de la unidad, sembradores de la paz y la alegría. Se trata de una unidad que se fundamenta en la Verdad; es decir, en Cristo. Él es el Reino de Dios que viene a nosotros. Si estamos unidos a Cristo también estaremos unidos entre nosotros. 

     Y nos unimos a Cristo a través de el Pan y la Palabra; de la Eucaristía y la oración. Vale la pena tener en cuenta que este próximo domingo es el "Domingo de la Palabra" (ver nota reciente de la Sagrada Congregación para el Culto Divino).  

     San José es Patrono de la Iglesia. En esta Semana de oración por la unidad de los cristianos, podemos acudir a él para que interceda por nosotros y nos ayude a comprender a fondo qué significa vivir la Comunión en la Iglesia. “Ite ad Ioseph” (Gen 41, 55). Estas palabras referidas a José, el hijo de Jacob, para que él diera a sus hermanos, en Egipto, el pan que necesitaban, las podemos aplicar a San José. Vayamos a José, que nos dará el Pan Eucarístico. La Eucaristía construye la Iglesia, decía Santo Tomás de Aquino, que está “fabricata ex sacramentis”. María, Reina de la Paz, intercederá por la Iglesia para que vuelva a la Unidad deseada por Cristo.          


miércoles, 13 de enero de 2021

Pensar por libre

Querido hermano sacerdote:

Hace unos días leí un comentario al Adorote Devote (conocido himno litúrgico en honor a la Eucaristía, escrito en el siglo XIII y atribuido a Santo Tomás de Aquino), muy simpático y bien escrito. Su autor es el P. Enrique Monasterio, un sacerdote ordenado en 1969, autor de un blog que se titula “Pensar por libre”.Quizá lo que más me llamó la atención es el título del blog. Se supone que todos “pensamos por libre”, porque somos libres y uno de los derechos humanos reconocidos por la ONU en 1948 es la “libertad de expresión” y, por lo tanto con mayor razón, la libertad de pensar cómo uno quiera. Sin embargo, estoy seguro de que lo que el P. Monasterio quiere expresar con su “pensar por libre”, es que siempre es muy bueno que volvamos a esa verdad antropológica fundamental: que somos libres; y que, esa libertad es base para amar y defender lo que es verdadero y bueno, es decir, la voluntad de Dios. Amarla, libremente, con soltura, con gozo.

San José y el Niño

En los textos de la liturgia del próximo domingo (Segundo del Tiempo Ordinario), se resalta la importancia de “pensar por libre”. Por ejemplo, Elí, el maestro del profeta Samuel, cuando éste se presenta delante de él, por tres veces, y le dice “aquí estoy, ¿para qué me llamaste?”, lo que finalmente le aconseja es: “Ve a acostarte y si te llama alguien responde: ‘Habla, Señor; tu siervo te escucha’” (cfr. 1 Sam, 3, 3-10-19). Es decir, empuja a Samuel a enfrentarse personal y libremente con Dios para preguntarle cuál es su voluntad.

San Pablo, nos recuerda, a propósito de la virtud de la castidad, que no somos nosotros dueños de nuestros propios cuerpos, porque Dios nos ha comprado a un precio muy caro (cfr. Segunda Lectura, 1 Cor 6, 17-20). Pensar por libre o actuar por libre no consiste en elegir el mal lo que nos aparta del designio de Dios, sino de amar el bien. Esa es la verdadera libertad, no una libertad que nos esclaviza al pecado.

El Evangelio de la Misa del domingo nos señala el camino para vivir libremente: cuando se acercan a Jesús sus primeros discípulos, preguntándole dónde habita, Él les dice: “Venid y lo veréis” (cfr. Jn 1, 35-42). Para creer hay que acercarse al Señor. Así veremos lo que Él quiere de nosotros. Ese “ir” a Dios es libre. Jesús no obliga a sus discípulos a seguirle: los invita. A lo largo de su vida, muchas veces dirá: “El que quiera seguirme…”. “Si quieres…”. Nunca coacciona.

Lo que nos pide es escuchar, como lo hizo Samuel y como lo hicieron los primeros discípulos: escuchar a Jesús. Eso es lo principal en la oración. En este sentido, no es bueno “ir por libre” cuando queremos dialogar con el Señor. Antes que nada, hay que escucharle y pedirle que nos diga algo: “Dime algo, Jesús”. “Comienza tú por señalarme el camino”.

En lo humano, Jesús aprendió muchas cosas de San José. Una de ellas fue “saber escuchar”. San José es el hombre de la escucha atenta. No habla nada en el Evangelio, pero sí escucha muchas veces, la voz del Ángel, la voz de Dios. Y lo hace libremente: porque quiere.

El Padre jesuita Valentín María Sánchez Ruiz (1879-1963) fue director espiritual de San José María en los años 30. En una ocasión, el P. Sánchez le aconsejó: “Frecuente el trato con el Espíritu Santo. No le hable, óigale”. ¡Qué buen consejo! Eso es lo más importante: escuchar.

Una manera de hacerlo, cuando nos ponemos en la presencia de Dios para hablar con él, es utilizar lo que San Josemaría llamaba “la falsilla”. Antes, los niños aprendían a escribir poniendo debajo de la hoja una “falsilla”, es decir, otra hoja con rayas horizontales, de modo que, al ir escribiendo, siempre se mantuvieran los renglones escritos rectos y en su lugar. La “falsilla”, en el caso de la oración, puede ser un texto de la Escritura, una oración, algunos párrafos de un libro espiritual, etc. Incluso, los sucesos de nuestra propia vida. A través de esa, falsilla, Dios nos habla a cada uno.  

Utilizar una “falsilla” no es dejar de pensar por libre. Es servirnos de la ayuda del Espíritu Santo, que ha inspirado la Escritura, y de otros autores, santos quizá, que son como nuestros maestros que nos llevan de la mano para que no nos desviemos.

Eso es lo que hizo siempre San José: ser humilde, confiar en la gracia, ser sencillo y buen instrumento en manos de Dios. Al mismo tiempo, no dejó de “pensar por libre” siempre, porque utilizaba su libertad plenamente, para amar más la voluntad de Dios.  

Te envío un saludo afectuoso,

P. Víctor J. Cano



miércoles, 6 de enero de 2021

La paternidad de San José

Querido hermano sacerdote:

El Papa Francisco centra su Carta Apostólica sobre San José, Patris Corde, en la palabra “padre”. Y, describe porque es padre con siete calificativos: amado, tierno, obediente, acogedor, valiente, trabajador y humilde. Se podrían añadir muchos más porque la figura de José tiene una riqueza enorme.

Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682,
San José con el Niño Jesús

El domingo próximo celebramos la fiesta del Bautismo del Señor. Con motivo de esta festividad podemos fijarnos en los dos últimos versículos del Evangelio (Mc 1, 7-11):

«Al salir Jesús del agua, vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en figura de paloma, descendía sobre él. Se oyó entonces una voz del cielo que decía: “Tú eres mi Hijo amado; yo tengo en ti mis complacencias”» (vv. 10 y 11).

Marcos, que recoge la predicación de San Pedro, vuelve sobre estas palabras con motivo del relato de la Transfiguración del Señor:

«En eso se formó una nube que los cubrió con su sombra, y desde la nube llegaron estas palabras: «Este es mi Hijo, el Amado, escúchenlo»» (Mc 9, 7).

Jesucristo es el Hijo amado de Dios, pero también el Hijo amado de San José. San Ambrosio, le llama “esposo de María y padre de Dios”, porque es padre de la persona de Cristo (que es Dios y hombre). Si queremos meternos en el alma del Señor, podemos suponer que, durante su Bautismo en el Jordán, cuando escucho las palabras de su Padre del Cielo, “Tú eres mi Hijo amado”, pensaría también en su padre en la tierra, con quien había vivido tantos años, que le había enseñado tantas cosa en lo humano: que había sido un verdadero padre.

Jesús, a los doce años de edad, se queda solo en el Templo. Sus padres lo buscan durante tres días. San Lucas nos dice:

«Cuando le vieron, quedaron sorprendidos, y su madre le dijo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando». Él les dijo: «Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?». Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio» (Lc 2, 48-50).

Jesús no niega ser hijo de su padre, José, pero les recuerda que también es hijo de su Padre Dios. Todos, en Nazaret, conocían a Jesús por el “hijo del artesano” (Mt 13, 55).

San José era verdaderamente padre de Jesús, no sólo “padre legal, o putativo (del verbo latino “putare”: estimar, considerar, pensar, ponderar”), o adoptivo”.

El vínculo paterno-filial entre Jesús y José es más fuerte que el vínculo de la sangre. ¿Quién más fuerte que Dios, de quien procede toda paternidad? Entre los dos no hay un vínculo de sangre, pero sí de amor. Y el amor todo lo puede, lo une, lo agranda.

San Agustín hace la siguiente consideración respecto a la Virgen, que también se puede aplicar a San José:

«Más bienaventurada es María al recibir a Cristo por la fe que al concebir en su seno la carne de Cristo» (San Agustín, De sancta virginitate, 3: PL 40, 398, citado por el Catecismo de la Iglesia Católica, 506).

Es el designio eterno de Dios, aceptado plenamente por la fe, lo que hace que San José sea verdadero padre de Jesucristo; padre virginal del Señor.

En este Año de San José, podemos aprender de su paternidad, que tanta falta hace en nuestro mundo actual. Nos hace falta a los sacerdotes: ser más padre. Les hace falta a los padres de familia: ser mejores padres. San José participa de la paternidad del Padre de los Cielos; en toda su vida, manifiesta que Dios es Rico en Misericordia. Y Jesús lo experimento cada día durante su vida oculta en Nazaret. Él sabía que era Hijo de Dios, pero San José le hacía comprobar, en lo humano, este gran misterio.

¿Cómo ser buenos padres? Leamos con detenimiento la Carta del Papa, Patris Corde o la Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, Redemptoris Custos, y el Espíritu Santo nos hablará al corazón para aprenderlo, siguiendo el ejemplo de San José.   

Te envío un saludo afectuoso,

P. Víctor J. Cano

  

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