miércoles, 3 de marzo de 2021

Salir de Egipto, casa de esclavitud

Esta semana celebraremos el 6º Domingo de San José. La Sagrada Familia sale de Egipto y vuelve a Israel pero no a Belén de Judea, sino a Nazaret, en el territorio de Galilea, la aldea en la que habían vivido María y José.

Huida a Egipto (Gioto, +1337)

El texto de la Sagrada Escritura que meditaremos es el siguiente: 

«Muerto Herodes, el ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: "Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel; pues ya han muerto los que buscaban la vida del niño». Él se levantó, tomó al niño y a su madre y regresó a la tierra de Israel. Pero al oír que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, temió ir allá. Y fue a vivir a una ciudad llamada Nazaret, para que se cumpliera lo dicho por los profetas: será llamado Nazareno» (Mt 2, 19-23).

Nuevamente, José recibe en sueños la Voz del Señor, a través de un ángel. Y, como siempre, él obedece prontamente y, además, lo hace de manera inteligente. El ángel no le había dicho que fuera a Nazaret, pero él toma la decisión de no ir a Belén, sino a la ciudad en la que tenía su trabajo y era bien conocido: Nazaret. De este modo, José se une a los planes de Dios y a la antigua profecía que señalaba esa aldea perdida como lugar en el que pasaría la mayor parte de su vida el Mesías, que sería llamado Nazareno. 

El próximo domingo es el Tercero de Cuaresma, y la Primera Lectura de la Misa, tomada del libro del Éxodo, comienza así: 

«En aquellos días, el Señor pronunció estas palabras: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de esclavitud”» (cfr. Ex 20, 1-17).

¡Qué coincidencia!. La Iglesia, a través de su Liturgia, nos recuerda otra salida de Egipto: la de todo el pueblo de Israel, guiado por Moisés unos mil quinientos años antes del nacimiento de Cristo. Jesús también vivió en Egipto, país de la esclavitud, y quiso salir de él para indicarnos que es el verdadero Salvador, no sólo del pueblo de Israel, sino de toda la humanidad. Moisés fue una figura de Jesucristo. Él dio a los israelitas los Mandamientos de la Antigua Ley, Jesús nos da la Nueva Ley del Amor. No vino a abolir la Ley, sino a llevarla a su plenitud.

«La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye a los ignorantes. Los mandamientos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos» (Salmo 18).

La Nueva Ley de Cristo, decíamos, es la del Amor. Pero el verdadero amor siempre incluye la donación de sí mismo, la entrega. Y la entrega verdadera va acompañada, en este mundo, por la Cruz. Nadie tiene amor más grande que aquél que da la vida por sus amigos (cfr. Jn 15, 13). 

Por eso, la Iglesia, en la Segunda Lectura del próximo domingo, nos recuerda las palabras de San Pablo: 

«Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (cfr. 2 Co 22-25).

Antes de poder salir de Egipto, los israelitas tuvieron que padecer mucho de parte del Faraón. Pero, finalmente, llegó la noche pascual y salieron todos de la esclavitud, sin que nadie los pudiera detener pues «lo débil de Dios es mas fuerte que los hombres» (cfr. Ibídem). 

En el Evangelio de la Misa del domingo, leemos el episodio de la expulsión de los mercaderes del Templo (cfr. Jn 2, 13-25). Todos los judíos repetían diariamente la Shemá, es decir, el Primer Mandamiento de la Ley:

«Escucha, Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (cfr. Deut 6, 4).

María y José también lo repetirían, con especial fervor durante su estancia en Egipto, país lleno de ídolos. Y Jesús, en el hogar de Nazaret, lo aprendería de labios de sus padres. 

Años mas tarde, el Señor se llena de celo y dice a los mercaderes del Templo: «Quitad esto de ahí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre» (cfr. Jn 2, 13-25).

Los discípulos se acordaron entonces de lo que está escrito: «el celo de tu casa me devora» (cfr. Ibídem). 

Hoy podemos acudir a San José para pedirle que interceda por nosotros para que el Señor también nos conceda ese buen celo por su cosas y la valentía para defenderlas.   

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