Mañana celebramos la Anunciación del Señor. En la Iglesia es una solemnidad que, en primer lugar, se refiere a Jesucristo, pues recordamos el día de su Encarnación. Pero también es una fiesta de la Virgen, pues fue a Ella a quien el Arcángel San Gabriel le anunció que había sido elegida pasa ser Madre de Dios.
«En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de la estirpe de David, llamado José. La virgen se llamaba María» (Lc 1, 26).
Así comienza la escena que meditaremos mañana. Lucas, que quizá escuchó este relato de labios de María, menciona que Ella era virgen, pero estaba ya desposada con José. Los desposorios se llevaban a cabo antes de la boda. Había un tiempo en que los esposos ya estaban casados pero aún no celebraban las nupcias y no vivían juntos. María, por tanto, estaba en su casa (quizá la de sus padres Joaquín y Ana) y José en la suya.
Al poco tiempo, José notó que María estaba embarazada. Seguían sin vivir juntos y Nuestra Señora había juzgado prudente no decir nada a José del la causa sobrenatural de su embarazo. Es el ángel del Señor quien, en sueños, le desvela el misterio.
«“No temas aceptar a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (…). Cuando José despertó del sueño, hizo lo que el ángel del Señor le había mandado» (Mt 1,20-21.24).
Veamos lo que dice Juan Pablo II en su Carta Apostólica Redemptoris Custos del 15 de agosto de 1989, sobre el fiat de José:
«La fe de María se encuentra con la fe de José. Si Isabel dijo de la Madre del Redentor: «Feliz la que ha creído», en cierto sentido se puede aplicar esta bienaventuranza a José, porque él respondió afirmativamente a la Palabra de Dios, cuando le fue transmitida en aquel momento decisivo. En honor a la verdad, José no respondió al «anuncio» del ángel como María; pero hizo como le había ordenado el ángel del Señor y tomó consigo a su esposa. Lo que él hizo es genuina "obediencia de la fe (cfr. Rom 1, 5; 16, 26; 2 Cor 10, 5-6). Se puede decir que lo que hizo José le unió en modo particularísimo a la fe de María. Aceptó como verdad proveniente de Dios lo que ella ya había aceptado en la anunciación. El Concilio dice al respecto: «Cuando Dios revela hay que prestarle "la obediencia de la fe", por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por él» (Dei Verbum, n. 5). La frase anteriormente citada, que concierne a la esencia misma de la fe, se refiere plenamente a José de Nazaret».
También podríamos recordar la homilía que pronunció San Juan Pablo II el viernes 26 de enero de 1979 en la Catedral de México. Ahí, a los pocos meses de haber inaugurado su pontificado, habló sobre la fidelidad de la Virgen y de las cuatro dimensiones de esa fidelidad: búsqueda, aceptación, coherencia y constancia.
«El fiat de María en la Anunciación encuentra su plenitud en el fiat silencioso que repite al pie de la cruz. Ser fiel es no traicionar en las tinieblas lo que se aceptó en público».
El Papa pedía a los mexicanos «fidelidad» con las siguientes palabras:
«En esta hora solemne querría invitaros a consolidar esa fidelidad, a robustecerla. Querría invitaros a traducirla en inteligente y fuerte fidelidad a la Iglesia hoy. ¿Y cuáles serán las dimensiones de esta fidelidad sino las mismas de la fidelidad de María?
San José, Patrono de la Iglesia, nos enseñará a fortalecer nuestra fidelidad a la Iglesia, especialmente en esta época en la que vivimos, que es tan necesario manifestarla claramente y con valentía.
Terminamos con las últimas palabras de San Juan Pablo en su primera homilía en México:
«La Virgen fiel, la Madre de Guadalupe, de quien aprendemos a conocer el Designio de Dios, su promesa y alianza, nos ayude con su intercesión a firmar este compromiso y a cumplirlo hasta el final de nuestra vida, hasta el día en que la voz del Señor nos diga: “Ven, siervo bueno y fiel; entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25, 21-23), Así sea».