miércoles, 24 de febrero de 2021

San José, padre en la obediencia

El texto del Evangelio que meditamos en el 5º domingo de San José es el siguiente:

«El ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre, y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”» (Mt 2, 13-18).

El Papa Francisco, en la Carta Apostólica Patris Corde (8 de diciembre de 2020) dice lo siguiente: 

«José no dudó en obedecer, sin cuestionarse acerca de las dificultades que podía encontrar: “Se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto, donde estuvo hasta la muerte de Herodes” (Mt 2,14-15). En Egipto, José esperó con confianza y paciencia el aviso prometido por el ángel para regresar a su país».

José, padre en la obediencia, en cada circunstancia de su vida, «supo pronunciar su «fiat», como María en la Anunciación y Jesús en Getsemaní. 

Hoy podemos reflexionar sobre la «obediencia de la fe» a partir de la cual se entiende cualquier otra obediencia. Desde luego, hay motivos para obedecer a las autoridades humanas (padres, maestros, gobernantes, etc.), aunque no se tenga fe, pero la razón profunda, para obedecer, de un cristiano, proviene de la obediencia a Dios. Por eso, si obedecemos a Dios, por Jesucristo, entenderemos también la necesidad de vivir la obediencia a los hombres, que han recibido su autoridad de Dios.

El Catecismo de la Iglesia Católica explica qué es la «obediencia de fe»: La Sagrada Escritura llama «obediencia de fe» a la respuesta del hombre a Dios que revela (cfr. Rm 1, 5; 16, 26) (n. 143 del Catecismo).

«Obedecer (ob-audire) en la fe es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. De esta obediencia, Abraham es el modelo que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen María es la realización más perfecta de la misma» (n. 144).

Abraham es padre de todos los creyentes. Su fe tuvo que sufrir una prueba que Dios no ha pedido a ningún otro: el sacrificio de su hijo Isaac (cfr. Primera Lectura del 2º Domingo de Cuaresma: Gen 22, 1-2.9.10-13.15-18)). Santo Tomás de Aquino dice que Abraham no pecó contra la justicia cuando iba a sacrificar a su hijo por mandato de Yahvé, porque Dios es el Señor de la vida y de la muerte. Abraham no comprendía cómo Dios le pedía algo contrario a la razón, pero confiaba en que Dios resolvería la contradicción. En último caso, también creía que Dios puede resucitar al hombre de entre los muertos. De hecho, finalmente Dios detuvo la mano de Abraham antes de que ofreciera en sacrificio a Isaac. Lo único que quería es probar la obediencia de Abraham.

¿Por qué lo hizo Dios? Porque quería prefigurar, en ese sacrificio, el Sacrificio de su propio Hijo, al cual no lo reservó, sino que lo entregó por todos nosotros (cfr. Segunda Lectura del 2º Domingo de Cuaresma: Rm 8, 31-34). 

A nosotros Dios no nos pide tanto. Pero hemos de tener siempre presente el ejemplo de Abraham, especialmente cuando no comprendamos porqué el Señor permite ciertas cosas o cuál es la razón de que sucedan algunos acontecimientos, en nuestra vida o en la de los demás. 

San Josemaría solía repetir: «Dios sabe más». Y es verdad. Nosotros sólo tenemos una visión muy parcial de toda la escena del mundo. Al final, cuando todo quede descubierto, veremos la Sabiduría de la Providencia Divina, que todo lo hace para bien de los escogidos; es decir, para el bien de sus hijos.

María es la realización más perfecta de la «obediencia de la fe». Y San José, al ser su esposo, participa de la fe de Nuestra Señora.

«En la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que «nada es imposible para Dios» (Lc 1,37; cf. Gn 18,14) y dando su asentimiento: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Isabel la saludó: «¡Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45). Por esta fe todas las generaciones la proclamarán bienaventurada (cf. Lc 1,48). Durante toda su vida, y hasta su última prueba (cf. Lc 2,35), cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el «cumplimiento» de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe» (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 148 y 149).

San José, padre en la obediencia, nos enseñará a amarla cada vez más.

 

miércoles, 17 de febrero de 2021

Han llegado los días de penitencia

Esta semana vivimos el Comienzo de la Cuaresma de 2021. ¿La vivimos con temor y temblor (cfr. Fil 2, 12)? Indudablemente es un gran gozo celebrar este Tiempo de Gracia, como preparación a la Pascua de 2021. Pero, ¿nos damos cuenta de la importancia que tiene, precisamente, esta Cuaresma, en el momento presente?

Todas las «Cuaresmas» son importantes, pero esta lo es de una manera particular. Durante la Cuaresma de 2020 comenzaron a sentirse claramente en todo el mundo los efectos de la pandemia de Covid-19. Pero quizá, muchos de nosotros no nos dimos cuenta de lo que venía luego al mundo. Fue hasta el viernes 27 de marzo del año pasado —al ver las imágenes del Papa Francisco en la Plaza de San Pedro vacía, mientras caía sobre Roma una lluvia persistente y el cielo estaba cubierto por nubes oscuras—, cuando tal vez comprendimos que estamos viviendo tiempos muy especiales. 

Ahora, después de un año de sufrimiento, en todo el mundo, y de incertidumbre, estamos en condiciones de vivir una Cuaresma diferente a las anteriores: mucho más sincera y comprometida. 

Por eso nos preguntamos: ¿qué tengo que hacer en esta Cuaresma de especial?; ¿cómo puedo vivirla más intensamente y de modo más auténtico?

Lo primero que podemos hacer es procurar dar todo su sentido al Miércoles de Ceniza. Este año los sacerdotes pronunciarán las palabras «Arrepiéntete y cree en el Evangelio» o «Recuerda que eres polvo y al polvo has de volver», una sola vez (no delante de cada uno de los fieles que se acerquen a ellos para recibir la ceniza). Además, no impondrán la ceniza con las manos en la frente o en la cabeza, sino que sólo la dejarán caer sobre nuestras cabezas sin tocarlas. 

Quizá esta modificación de un rito antiquísimo, que ha aprobado la Sagrada Congregación para el Culto Divino y los Sacramentos, nos puede ayudar a valorar más este gesto de penitencia. De eso se trata: de tomar conciencia, desde el principio de la Cuaresma, que estamos en un Tiempo de Penitencia. Todos los textos de la liturgia nos invitan a la penitencia. Cubrirse la cabeza de ceniza era la manera tradicional de mostrar a todos el deseo de conversión. 

Eso es la penitencia: la disposición firme, manifestada con obras, de convertirnos. ¿Qué obras son esas? Las que siempre ha recomendado la Iglesia: oración, ayuno y limosna (cfr. Evangelio de la Misa del Miércoles de Ceniza, Mt 6, 1-6.16-18).

Jesús pide a sus discípulos que realicen esas obras con sinceridad de corazón, y no para ser vistos por los hombres. Es decir, se trata de proponernos personalmente encontrar muchas ocasiones al día para, de modo discreto pero verdadero, hacer mucha oración, desprendernos de muchas cosas del mundo (ayuno) y darnos mucho a los demás (limosna). Y, como dice el viejo adagio latino: «non multa sed multum» («no muchas cosas, sino mucho»), procurando que ese «mucho» no sea tanto el multiplicar obras de penitencia, sino «tener espíritu de penitencia»: llevarlo con nosotros ahí donde nos encontremos.  

«Advenerunt nobis dies poenitentiae, ad redimendo peccata et ad salvadas animas» (Antífona de la Hora Media en la Liturgia de las Horas del Miércoles de Ceniza). Nos han llegado los días de penitencia, para redimir los pecados y salvar almas. Fijar estas palabras de la liturgia cuaresmal en nuestra memoria nos puede ayudar a mantener el propósito de convertir todo lo que hacemos en una obra de penitencia y, por tanto, de conversión personal (redimir nuestros pecados), y también a sentir vivamente el deseo de «salvar almas».

En la Primera Lectura del Miércoles de Ceniza (cfr. Joel 2, 12-18) la Iglesia nos invita a «rasgar nuestros corazones», no nuestras vestiduras. ¿Qué significa esto? Se trata de que lo que prevalezca sea la interioridad, no la exterioridad. Lo importante en este Tiempo Cuaresmal es mantener un vivo diálogo con Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, pidiendo la conversión y escuchando dentro de nosotros mismos las inspiraciones que recibiremos continuamente. «Señor, habla que tu siervo escucha» (cfr. 1 Sam 3, 10).

Y, por último, ¿cómo buscar la devoción a San José durante la Cuaresma? Teniendo muy presente su próxima fiesta, dentro de un mes, en plena Cuaresma y siguiendo las consideraciones de cada uno de los Siete Domingos que la preceden. Este próximo domingo, que es el Cuarto de San José, recordaremos el texto de Lc 2, 22-35: 

«Simeón los bendijo, y dijo a María, su madre: Mira, éste ha sido puesto como signo de contradicción —y a tu alma la traspasará una espada—, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones». 

Jesús, con su Cruz, es signo de contradicción, es decir, «escándalo para los judíos y locura para los gentiles» (1 Con 1, 23). Hacer penitencia es ir contracorriente en el mundo en que vivimos. Sólo la fe nos hace comprender el brillo de la Cruz. ¡Vale la pena!, como solía repetir San Josemaría Escrivá. No nos arrepentiremos de tomar la Cruz y seguir a Cristo muy de cerca en esta Cuaresma.


miércoles, 10 de febrero de 2021

Se puede prevenir y curar la lepra del pecado

En el Tercer Domingo de San José meditamos el siguiente texto evangélico:

«Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de que fuera concebido en el seno materno» (Lc 2, 21).

La Sangre preciosa que derramó Jesús en la circuncisión traspasó el corazón de José, pero el nombre de Jesús («Salvador») que se le impuso lo llenó de consuelo. 

En el Antiguo Testamento había algunas enfermedades, como la lepra, que se consideraban impuras. Toda la persona que las tenía era impuro y lo trataban como a tal (ropa rasgada, cabellera desgreñada, barba tapada, gritando ¡impuro!, ¡impuro!, viviendo sólo y fuera del campamento).Cfr. Primera Lectura de la Misa del 6º domingo del tiempo ordinario (Lev 13, 1-2.44-46).

La lepra es una imagen del pecado. Todas las precauciones que se tomaban para evitar el contagio, eran una imagen de los cuidados que hemos de tener para evitar el pecado, que es el mayor de los males. 

Pero sabemos que Dios detesta el pecado, no al pecador. Al pecador lo perdona, si él se arrepiente: si se convierte. Por eso decimos en el Salmo 31: 

«Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: “Confesaré al Señor mi culpa”, y tú perdonaste mi culpa y mi pecado».

Jesús tratar a los leprosos con misericordia. Al curar su enfermedad, y pedirles que fueran con los sacerdotes y ofrecieran la purificación que mando Moisés (cfr. Evangelio de la Misa: Mc 1, 40-45), está enseñándonos que el pecado tiene curación, si tenemos fe, nos arrepentimos, y acudimos al Sacramento de la Penitencia. No hay ningún pecado que no pueda ser perdonado. Por eso es tan importante hacer un examen personal profundo, de modo que, con las luces del Espíritu Santo, podamos conocernos cada mes mejor, y descubramos la lepra de nuestra alma, para poder mostrarla al Médico divino y que Él nos limpie el corazón.

Jesús es el Salvador, el Médico que proporciona la Salud verdadera. ¿Cómo lo hace? Derramando su Sangre por cada uno de nosotros. Lo hace ya desde que era recién nacido. Este es el sentido que tiene el Tercer Domingo de San José. El Santo Patriarca sufre con los padecimientos de Cristo, y se alegra —uniéndose a ellos— porque sabe que llevan consigo el fruto inestimable de la Redención de la Humanidad.    

En la Segunda Lectura de la Misa, San Pablo aconseja a los Corintios a vivir en la gracia de Dios, alabándole, dándole gloria en todo, y huyendo del pecado, para no ser motivo de tropiezo (escándalo) a los demás:

«Hermanos: Ya comáis, ya bebáis o hagáis lo que. Hagáis, hacedlo todo para gloria de Dios. No deis motivo de escándalo ni a judíos, ni a griegos, ni a la Iglesia de Dios» (cfr. 1 Cor 10, 31-11, 1).

Para evitar la lepra del pecado no hay una vacuna milagrosa que nos vuelva inmunes de por vida. Todos somos pecadores y capaces, como decía San Josemaría Escrivá, de cometer los mayores errores y los mayores horrores. Pero aunque no haya vacuna para no ofender a Dios, sí podemos tomar una serie de medidas para alejarnos lo más posible del pecado. ¿Cuáles son? Enumeremos algunas: la Confesión frecuente, el examen diario de conciencia, la oración, la meditación de la Palabra de Dios, la huída de las ocasiones de pecado, el aprovechamiento del tiempo, y recibir, también con frecuencia, la Sagrada Eucaristía, que contiene el Cuerpo, la Sangre (la misma Sangre que derramó Jesús a los ocho días de nacido), el Alma y la Divinidad del Señor.   

El próximo miércoles comenzamos la Cuaresma. Esta semana es una ocasión magnífica para prepararnos a ese Tiempo de Gracia, en el que nos purificamos de nuestros pecados a fondo, para poder celebrar este año la Pacua de una manera renovada. Acudimos a San José y a María, que conocieron muy de cerca los sufrimientos de Cristo para redimir nuestros pecados. 

  

miércoles, 3 de febrero de 2021

Llevar bien las contrariedades

Esta semana podemos detenernos a reflexionar sobre el contenido espiritual que encierra el 2º domingo de San José. El texto que meditamos es el siguiente, referido a Nuestra Señora:

«Sucedió que estando allí le llegó la hora del parto, y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre» (Lc 2, 1-7).

Recordamos que, en cada uno de los Siete Domingos previos a su fiesta, consideramos un dolor y un gozo de San José.

En esta ocasión, el dolor de San José fue ocasionado por ver nacido a Jesús en tan extrema pobreza.

El gozo lo tuvo al contemplar el canto de los ángeles y el resplandor de aquella luminosa noche.

Fra Filippo Lippi (1406-1469), El nacimiento de Jesús

La pobreza o carencia de medios materiales, es un mal relativo. El único verdadero mal es el pecado. Por ejemplo, hay pobres que no extrañan la vida que llevan y se sienten los más felices del mundo, porque están conformes con lo que tienen y aceptan a voluntad de Dios. Hay ricos, en cambio, que lo tienen todo pero, en su opulencia son desgraciados, porque tienen su corazón apegado a las cosas materiales y siempre les parecen insuficientes. 

Dice un punto de Camino: 

«Despégate de los bienes del mundo. —Ama y practica la pobreza de espíritu: conténtate con lo que basta para pasar la vida sobria y templadamente. -Si no, nunca serás apóstol» (n. 631).

En la Primera Lectura del próximo domingo, 5º del tiempo ordinario (Jb 7, 1-4.6-7), aparece la figura de Job, un hombre que había sido muy rico pero que, probado por Dios, vive en una pobreza extrema. Todos los males han caído sobre él. Pero esa pobreza,  se convierte en un gran bien, porque le ayuda a reflexionar. Aunque le cuesta todo lo que sucede y sufre mucho; en el fondo lo va aceptando poco a poco, y acaba abandonándose en las manos de Dios, a pesar de que sus amigos lo invitan a rebelarse. 

«Y exclamó: "Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allí. El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó: ¡bendito sea el nombre del Señor!". En todo esto, Job no pecó ni dijo nada indigno contra Dios» (Jb 1, 21-22).

Los hombres no entendemos los planes de Dios, que sabe infinitamente más que nosotros. Nos parecen despropósitos. Nos rebelamos contra ellos, sin conocer el designio completo. Es lo que le sucede a un niño que se queda perplejo cuando sus padres le prohiben jugar con un cuchillo o unas tijeras; o no lo dejan salir a la calle sólo, por el peligro que supone para su edad. Ordinariamente, conforme pasa el tiempo, vamos teniendo  una visión más completa de la vida. Pero, aunque tengamos 80 años, no alcanzaremos a ver todo con claridad porque, como dice el libro de Job «La vida es un soplo». Es muy corto el tiempo aquí abajo para adquirir la verdadera sabiduría que, además, sólo se logra con la visión sobrenatural que Dios nos concede respecto a las cosas de aquí abajo. 

Nuestra actitud, ante la pobreza, el sufrimiento, el dolor, la muerte, etc., es una manifestación de si tenemos o no una verdadera fe. 

La fe de José era muy grande. Por eso —al no encontrar posada en Belén, al recibir negativas de una y otra parte, al verse desamparado y rechazado de los hombres (que eran parte de su linaje)—, no se desanima, sino que comprende que todo eso forma parte de los planes de Dios y, finalmente, sabe descubrir el brillo de todo lo que le rodea. Esa es la razón de que lo veamos tan contento en la noche de Belén.  

El domingo cantaremos en la Iglesia el Salmo 146: «Alabad al Señor que sana los corazones de los destrozados». Es el canto de Job y de todos los hombres justos y sabios que aman la voluntad de Dios.

Jesús ha venido al mundo a curar a los enfermos y a sanarlos de diversos males. Ha venido a dar un sentido positivo a la pobreza y a dolor. Quita la fiebre de la suegra de Pedro y devuelve la esperanza a quienes acuden a Él (cfr. Evangelio de la Misa del domingo: Mc 1, 29-39).

En este domingo 2º de San José podemos pedir al Esposo de María que nos enseñe a llevar bien las contrariedades: todas —las grandes, y las corrientes y ordinarias de cada día—, repitiendo quizá esa jaculatoria que tantas veces dijo san Josemaría Escrivá: «Señor, si tú lo quieres, yo también lo quiero». 


Entradas más populares