miércoles, 10 de febrero de 2021

Se puede prevenir y curar la lepra del pecado

En el Tercer Domingo de San José meditamos el siguiente texto evangélico:

«Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de que fuera concebido en el seno materno» (Lc 2, 21).

La Sangre preciosa que derramó Jesús en la circuncisión traspasó el corazón de José, pero el nombre de Jesús («Salvador») que se le impuso lo llenó de consuelo. 

En el Antiguo Testamento había algunas enfermedades, como la lepra, que se consideraban impuras. Toda la persona que las tenía era impuro y lo trataban como a tal (ropa rasgada, cabellera desgreñada, barba tapada, gritando ¡impuro!, ¡impuro!, viviendo sólo y fuera del campamento).Cfr. Primera Lectura de la Misa del 6º domingo del tiempo ordinario (Lev 13, 1-2.44-46).

La lepra es una imagen del pecado. Todas las precauciones que se tomaban para evitar el contagio, eran una imagen de los cuidados que hemos de tener para evitar el pecado, que es el mayor de los males. 

Pero sabemos que Dios detesta el pecado, no al pecador. Al pecador lo perdona, si él se arrepiente: si se convierte. Por eso decimos en el Salmo 31: 

«Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: “Confesaré al Señor mi culpa”, y tú perdonaste mi culpa y mi pecado».

Jesús tratar a los leprosos con misericordia. Al curar su enfermedad, y pedirles que fueran con los sacerdotes y ofrecieran la purificación que mando Moisés (cfr. Evangelio de la Misa: Mc 1, 40-45), está enseñándonos que el pecado tiene curación, si tenemos fe, nos arrepentimos, y acudimos al Sacramento de la Penitencia. No hay ningún pecado que no pueda ser perdonado. Por eso es tan importante hacer un examen personal profundo, de modo que, con las luces del Espíritu Santo, podamos conocernos cada mes mejor, y descubramos la lepra de nuestra alma, para poder mostrarla al Médico divino y que Él nos limpie el corazón.

Jesús es el Salvador, el Médico que proporciona la Salud verdadera. ¿Cómo lo hace? Derramando su Sangre por cada uno de nosotros. Lo hace ya desde que era recién nacido. Este es el sentido que tiene el Tercer Domingo de San José. El Santo Patriarca sufre con los padecimientos de Cristo, y se alegra —uniéndose a ellos— porque sabe que llevan consigo el fruto inestimable de la Redención de la Humanidad.    

En la Segunda Lectura de la Misa, San Pablo aconseja a los Corintios a vivir en la gracia de Dios, alabándole, dándole gloria en todo, y huyendo del pecado, para no ser motivo de tropiezo (escándalo) a los demás:

«Hermanos: Ya comáis, ya bebáis o hagáis lo que. Hagáis, hacedlo todo para gloria de Dios. No deis motivo de escándalo ni a judíos, ni a griegos, ni a la Iglesia de Dios» (cfr. 1 Cor 10, 31-11, 1).

Para evitar la lepra del pecado no hay una vacuna milagrosa que nos vuelva inmunes de por vida. Todos somos pecadores y capaces, como decía San Josemaría Escrivá, de cometer los mayores errores y los mayores horrores. Pero aunque no haya vacuna para no ofender a Dios, sí podemos tomar una serie de medidas para alejarnos lo más posible del pecado. ¿Cuáles son? Enumeremos algunas: la Confesión frecuente, el examen diario de conciencia, la oración, la meditación de la Palabra de Dios, la huída de las ocasiones de pecado, el aprovechamiento del tiempo, y recibir, también con frecuencia, la Sagrada Eucaristía, que contiene el Cuerpo, la Sangre (la misma Sangre que derramó Jesús a los ocho días de nacido), el Alma y la Divinidad del Señor.   

El próximo miércoles comenzamos la Cuaresma. Esta semana es una ocasión magnífica para prepararnos a ese Tiempo de Gracia, en el que nos purificamos de nuestros pecados a fondo, para poder celebrar este año la Pacua de una manera renovada. Acudimos a San José y a María, que conocieron muy de cerca los sufrimientos de Cristo para redimir nuestros pecados. 

  

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