En mayo y junio de 1974, San Josemaría Escrivá hizo un viaje de catequesis por varios países de América. Ya había estado en México, en 1970, pero no conocía Sudamérica. El primer país que visitó fue Brasil, luego Argentina, Chile, Ecuador, Perú…
Durante ese viaje comentó que, en aquella temporada, había tratado de «meter» a San José en la meditación de los Misterios Dolorosos del Rosario.
Como es sabido, San Josemaría siempre tuvo gran devoción al Santo Patriarca. Consideraba con frecuencia la Vida Oculta del Señor, que para él tenía un brillo especial, porque durante esos 30 años Jesús vivió en el Hogar de Nazaret, y llevó una vida ordinaria y sencilla. Para nosotros es un gran motivo de esperanza saber que Jesús hizo más o menos lo mismo que cualquier persona que vive en una familia y trabaja para ganar el sustento diario.
Esa convivencia estrecha entre los tres miembros de la Sagrada Familia fue el modo como quiso el Padre que su Hijo, en lo humano, fuera creciendo en edad, sabiduría, y gracia delante de Dios y de los hombres. Jesús tuvo que aprender a hablar, caminar, comer, etc. María y José fueron los encargados de enseñarle las cosas más elementales. A José le correspondió un papel importante y Jesús aprendería muchas cosas de su padre de la tierra como el modo de trabajar, muchos giros del lenguaje, el modo de vivir las virtudes humanas.
Por eso, no es difícil «tratar de meter» a San José en los Misterios del Rosario, incluso en aquellos en los que no estuvo presente, porque ya había muerto (los Misterios Luminosos, Dolorosos y Gloriosos).
Ahora, en esta Semana Santa, nosotros también podemos hacer ese ejercicio cuando recemos y consideremos más despacio los cinco Misterios Dolorosos.
En el primero, la Oración en el Huerto de Getsemaní, podemos suponer que José llevaría con frecuencia a Jesús al monte para orar. En Israel los montes siempre han sido lugar de oración. Basta recordar la ascensión de Abraham al Monte Moria, o de Moisés al Monte Horeb, o de Elías al Monte Carmelo… José también iría a los montes: al monte sobre el que estaba construida la ciudad de Nazaret, al monte Tabor que no estaba lejos de ahí, o al monte Sión cuando iba cada año a Jerusalén.
Es muy probable que José y Jesús fueran a orar en la noche, para buscar el sosiego y recogimiento necesarios. Todo eso lo aprendería Jesús de su padre humano. Aprendería también la manera de orar: «No se haga mi voluntad, sino la tuya».
En el segundo Misterio doloroso podemos fijarnos en la fortaleza de Jesús para soportar el terrible tormento de la flagelación. Esa fortaleza física la había adquirido en el duro trabajo del taller de José. Muchos de los que sufrían esa tortura morían en ella. Jesús la sufre con ánimo decidido.
El Señor habría visto con frecuencia cómo llevaba José las burlas de los habitantes de Nazaret. No es infrecuente que quienes no trabajan bien se burlen de los que hacen bien su trabajo, como lo haría José. Jesús recordaría todo eso durante la Coronación de espinas.
Al abrazarse a la Cruz (cuarto Misterio doloroso) Jesús no podría dejar de recordar la carpintería de José y la madera sobre la que trabajaban todos los días para hacer puertas, ventanas, sillas, etc.
Por último, Jesús recordaría la muerte de José, plenamente abandonado en la voluntad de Dios. No estaba muy lejana en el tiempo y el Señor había vivido muy de cerca esos últimos minutos de José, dolorosos, pero también llenos de esperanza. Así, Jesús, al ver a su Madre al pié de la Cruz, no podría ver también a San José a su lado, deseando que, desde el Cielo, la protegiera como lo había hecho en la tierra.
Cada uno podremos, en este Año de San José, buscar la manera de que el Patrono de la Iglesia Universal está muy presente también en esta Semana en la que acompañamos a Cristo en su Misterio Pascual.