Esta semana podemos detenernos a reflexionar sobre el contenido espiritual que encierra el 2º domingo de San José. El texto que meditamos es el siguiente, referido a Nuestra Señora:
«Sucedió que estando allí le llegó la hora del parto, y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre» (Lc 2, 1-7).
Recordamos que, en cada uno de los Siete Domingos previos a su fiesta, consideramos un dolor y un gozo de San José.
En esta ocasión, el dolor de San José fue ocasionado por ver nacido a Jesús en tan extrema pobreza.
El gozo lo tuvo al contemplar el canto de los ángeles y el resplandor de aquella luminosa noche.
Fra Filippo Lippi (1406-1469), El nacimiento de Jesús |
La pobreza o carencia de medios materiales, es un mal relativo. El único verdadero mal es el pecado. Por ejemplo, hay pobres que no extrañan la vida que llevan y se sienten los más felices del mundo, porque están conformes con lo que tienen y aceptan a voluntad de Dios. Hay ricos, en cambio, que lo tienen todo pero, en su opulencia son desgraciados, porque tienen su corazón apegado a las cosas materiales y siempre les parecen insuficientes.
Dice un punto de Camino:
«Despégate de los bienes del mundo. —Ama y practica la pobreza de espíritu: conténtate con lo que basta para pasar la vida sobria y templadamente. -Si no, nunca serás apóstol» (n. 631).
En la Primera Lectura del próximo domingo, 5º del tiempo ordinario (Jb 7, 1-4.6-7), aparece la figura de Job, un hombre que había sido muy rico pero que, probado por Dios, vive en una pobreza extrema. Todos los males han caído sobre él. Pero esa pobreza, se convierte en un gran bien, porque le ayuda a reflexionar. Aunque le cuesta todo lo que sucede y sufre mucho; en el fondo lo va aceptando poco a poco, y acaba abandonándose en las manos de Dios, a pesar de que sus amigos lo invitan a rebelarse.
«Y exclamó: "Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allí. El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó: ¡bendito sea el nombre del Señor!". En todo esto, Job no pecó ni dijo nada indigno contra Dios» (Jb 1, 21-22).
Los hombres no entendemos los planes de Dios, que sabe infinitamente más que nosotros. Nos parecen despropósitos. Nos rebelamos contra ellos, sin conocer el designio completo. Es lo que le sucede a un niño que se queda perplejo cuando sus padres le prohiben jugar con un cuchillo o unas tijeras; o no lo dejan salir a la calle sólo, por el peligro que supone para su edad. Ordinariamente, conforme pasa el tiempo, vamos teniendo una visión más completa de la vida. Pero, aunque tengamos 80 años, no alcanzaremos a ver todo con claridad porque, como dice el libro de Job «La vida es un soplo». Es muy corto el tiempo aquí abajo para adquirir la verdadera sabiduría que, además, sólo se logra con la visión sobrenatural que Dios nos concede respecto a las cosas de aquí abajo.
Nuestra actitud, ante la pobreza, el sufrimiento, el dolor, la muerte, etc., es una manifestación de si tenemos o no una verdadera fe.
La fe de José era muy grande. Por eso —al no encontrar posada en Belén, al recibir negativas de una y otra parte, al verse desamparado y rechazado de los hombres (que eran parte de su linaje)—, no se desanima, sino que comprende que todo eso forma parte de los planes de Dios y, finalmente, sabe descubrir el brillo de todo lo que le rodea. Esa es la razón de que lo veamos tan contento en la noche de Belén.
El domingo cantaremos en la Iglesia el Salmo 146: «Alabad al Señor que sana los corazones de los destrozados». Es el canto de Job y de todos los hombres justos y sabios que aman la voluntad de Dios.
Jesús ha venido al mundo a curar a los enfermos y a sanarlos de diversos males. Ha venido a dar un sentido positivo a la pobreza y a dolor. Quita la fiebre de la suegra de Pedro y devuelve la esperanza a quienes acuden a Él (cfr. Evangelio de la Misa del domingo: Mc 1, 29-39).
En este domingo 2º de San José podemos pedir al Esposo de María que nos enseñe a llevar bien las contrariedades: todas —las grandes, y las corrientes y ordinarias de cada día—, repitiendo quizá esa jaculatoria que tantas veces dijo san Josemaría Escrivá: «Señor, si tú lo quieres, yo también lo quiero».
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