El texto del Evangelio que meditamos en el 5º domingo de San José es el siguiente:
«El ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre, y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”» (Mt 2, 13-18).
El Papa Francisco, en la Carta Apostólica Patris Corde (8 de diciembre de 2020) dice lo siguiente:
«José no dudó en obedecer, sin cuestionarse acerca de las dificultades que podía encontrar: “Se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto, donde estuvo hasta la muerte de Herodes” (Mt 2,14-15). En Egipto, José esperó con confianza y paciencia el aviso prometido por el ángel para regresar a su país».
José, padre en la obediencia, en cada circunstancia de su vida, «supo pronunciar su «fiat», como María en la Anunciación y Jesús en Getsemaní.
Hoy podemos reflexionar sobre la «obediencia de la fe» a partir de la cual se entiende cualquier otra obediencia. Desde luego, hay motivos para obedecer a las autoridades humanas (padres, maestros, gobernantes, etc.), aunque no se tenga fe, pero la razón profunda, para obedecer, de un cristiano, proviene de la obediencia a Dios. Por eso, si obedecemos a Dios, por Jesucristo, entenderemos también la necesidad de vivir la obediencia a los hombres, que han recibido su autoridad de Dios.
El Catecismo de la Iglesia Católica explica qué es la «obediencia de fe»: La Sagrada Escritura llama «obediencia de fe» a la respuesta del hombre a Dios que revela (cfr. Rm 1, 5; 16, 26) (n. 143 del Catecismo).
«Obedecer (ob-audire) en la fe es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. De esta obediencia, Abraham es el modelo que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen María es la realización más perfecta de la misma» (n. 144).
Abraham es padre de todos los creyentes. Su fe tuvo que sufrir una prueba que Dios no ha pedido a ningún otro: el sacrificio de su hijo Isaac (cfr. Primera Lectura del 2º Domingo de Cuaresma: Gen 22, 1-2.9.10-13.15-18)). Santo Tomás de Aquino dice que Abraham no pecó contra la justicia cuando iba a sacrificar a su hijo por mandato de Yahvé, porque Dios es el Señor de la vida y de la muerte. Abraham no comprendía cómo Dios le pedía algo contrario a la razón, pero confiaba en que Dios resolvería la contradicción. En último caso, también creía que Dios puede resucitar al hombre de entre los muertos. De hecho, finalmente Dios detuvo la mano de Abraham antes de que ofreciera en sacrificio a Isaac. Lo único que quería es probar la obediencia de Abraham.
¿Por qué lo hizo Dios? Porque quería prefigurar, en ese sacrificio, el Sacrificio de su propio Hijo, al cual no lo reservó, sino que lo entregó por todos nosotros (cfr. Segunda Lectura del 2º Domingo de Cuaresma: Rm 8, 31-34).
A nosotros Dios no nos pide tanto. Pero hemos de tener siempre presente el ejemplo de Abraham, especialmente cuando no comprendamos porqué el Señor permite ciertas cosas o cuál es la razón de que sucedan algunos acontecimientos, en nuestra vida o en la de los demás.
San Josemaría solía repetir: «Dios sabe más». Y es verdad. Nosotros sólo tenemos una visión muy parcial de toda la escena del mundo. Al final, cuando todo quede descubierto, veremos la Sabiduría de la Providencia Divina, que todo lo hace para bien de los escogidos; es decir, para el bien de sus hijos.
María es la realización más perfecta de la «obediencia de la fe». Y San José, al ser su esposo, participa de la fe de Nuestra Señora.
«En la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que «nada es imposible para Dios» (Lc 1,37; cf. Gn 18,14) y dando su asentimiento: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Isabel la saludó: «¡Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45). Por esta fe todas las generaciones la proclamarán bienaventurada (cf. Lc 1,48). Durante toda su vida, y hasta su última prueba (cf. Lc 2,35), cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el «cumplimiento» de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe» (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 148 y 149).
San José, padre en la obediencia, nos enseñará a amarla cada vez más.